23/03/2015
Los Angeles, California, 11 de agosto de 1984, juegos de la vigesimotercera Olimpiada. Casi las doce horas de este día intensamente caluroso. Se bañan de sol las tribunas del Memorial Coliseum Stadium, y se espera ya el arribo del ganador de los 50 kilómetros de caminata, nada menos que la prueba más larga y más agotadora de los Juegos…Allí viene… Camina solitario, en el jersey blanco está inscrito su número de competidor: Con letras mayúsculas: MEXICO.
Y no, no es sólo sudor ese que se desliza por las morenas mejillas y muere en el espeso mostacho…Observen bien: también es llanto. Llora el que en unos instantes será campeón olímpico, de alegría, por supuesto, ¿O no es así?..–No precisamente –dice Raúl González, intacto aquel vivido recuerdo.
Hurguemos pues, en su interior. Raúl: –Al acercarme al estadio, sabedor de que dominaba la competencia, de que la victoria estaba tan cercana, me invadió una extraña sensación en la que se mezclaban la alegría del triunfo y una inmensa nostalgia. En esos momentos no podía escuchar los gritos de la gente. Seguía en una lucha interminable por llegar. Al dar la vuelta para entrar al túnel del estadio, no pude contener mi emoción.
Nunca había estado en un momento así en mi vida. Recordé aquel coro que mi madre cantaba a mi padre agónico: Yo sé. Yo sé que El puede…Bendecirme a mí…–Mis lágrimas brotaban suavemente y se perdían en mi cara desencajada y sudorosa. Realizando un esfuerzo máximo, salí del túnel para entrar a la pista. Me encontré con el grito espontáneo y lleno de asombro de los espectadores que llenaban el estadio. Di la vuelta a la pista con el paso lleno de ansiedad por llegar, mientras que la gente, de pie, aplaudía y no dejaba de gritar. Allí iba yo, al encuentro con mi destino, hundido en mis emociones desbordadas, dando los últimos pasos de muchos miles de kilómetros de entrenamiento para llegar.
–En los metros finales me invadió el llanto. Y no pude contenerlo. Al dar el último paso, al cruzar la meta, me cubrí la cara con las manos y luego levanté los brazos al cielo para dar a Dios las gracias por todo… Por todo eso que sentí en ese instante. Por todo eso que El me permitía vivir tan intensamente… ¡Lo había logrado y no lo creía! ¡No podía creer lo que estaba viviendo!
Por fin…Raúl González: campeón olímpico.
Quince años después de haber tomado aquella decisión de convertirse en competidor de caminata. Doce años después de haber participado en sus primeros Juegos Olímpicos: Munich ‘72.
Y siguieron Montreal ‘76 y Moscú ‘80. La cita con la historia se cumpliría en Los Angeles.
Era la cuarta oportunidad. La última…
Hacía apenas una semana que Raúl había conquistado la medalla de plata en los 20 kilómetros. Pero, filosofa… –La medalla de plata es importante, más no es sino sólo un premio al esfuerzo del deportista; es la de oro la que consagra.
A los 30 kilómetros, sólo Mauricio Damilano, mi amigo de muchos años había podido mantener el ritmo inicial que establecí. Me sentía bastante bien; intuía que me empujaba una gran fuerza, producto de mi deseo de ganar. En el kilómetro 35 aventajaba a Mauricio por escasos metros, pero presentí que muy pronto llegaría su agotamiento: el ritmo lo desgastaba visiblemente. Como a las once de la mañana llegamos al kilómetro 40. El calor hacía del asfalto un comal ardiente.
Estábamos a 10 kilómetros de la recta final y Mauricio había desfallecido.
–En esos momentos, por mi mente todo pasaba rápido, como una película en alta velocidad. Recordaba todas las angustias, los sinsabores, los fracasos; las veces que había llorado de amargura y de rabia; los esfuerzos sin límite en Bolivia; la muerte de mi padre y muchas otras cosas que había hecho en 15 años para, al fin, llegar hasta donde me encontraba.
–Al arribar al kilómetro 45, mi ritmo seguía firme. A mi paso se sucedían los gritos y los aplausos ensordecedores.
La gente no dejaba de alentarme. Así que me lancé en pos del récord olímpico. La competencia estaba ganada; necesitaba de nuevos alicientes. En el último giro al circuito aumenté el ritmo en mi andar.
–Cuando salí de la última curva de la pista para entrar a los cien metros finales, sentí un gran deseo de no terminar. No quería que aquello acabara y, sin embargo, estaba a unos metros del final. Caminé firme, con la respiración al máximo, agitado por el cansancio extremo que para esos momentos no sentía. No sentía nada físicamente; mi mente divagaba entre la alegría y la tristeza.
Un rugido saludó el momento en que Raúl cruzó la meta final.
Récord olímpico: 3h.47’26”.
“¡México, ¡México!, ¡México!…”
Cuatro horas después, el momento anhelado durante 15 años: En lo alto del podio, con la medalla de oro reluciendo en el pecho, con el Himno Nacional sonando fuerte, con la bandera mexicana en lo más elevado del mástil olímpico…
Raúl:
–El Himno Nacional trajo a mi mente recuerdos de mi infancia, recuerdos de mi amor a México, porque México es todo lo que ha formado mi vida, mi familia, mis amigos, mi tierra… En ese momento estaba representando
dignamente a mi país y me sentía muy orgulloso de ello.